lunes, 15 de abril de 2013

Herramientas de la evasión

También esta vez éranse un hombre y un perro.
primeras palabras del cuento El oso (William Faulkner)

El cine, la música en directo y el teatro tienen un elemento de puesta en escena común: la sala oscura. Un potenciador de dimensiones místicas que elimina el mundo real y transmuta a real la parte representada. El espectador libera el alma del cuerpo y hace de las sombras platónicas la catarsis de su existencia. Dicho sin enredos, nos evadimos sin ser conscientes durante dos horas del mundo real y volcamos todas nuestras emociones y energias a un acto representativo. Por lo tanto la cuestión fundamental de un espectador en presenciar un acto de representación es la de la inmersión. Nos sumergimos en una ilusión.

La cueva y la hoguera.

Por eso admiro en ciertas películas, y en ciertos cineastas, sobretodo aquellos que entienden el poder de la ilusión y la fuerza de la narración, de lo importante que el espectador no tarde ni un segundo de más en dejar su mundo para introducirse en el de la película. Quizá es una mirada, quizá un sonido, una melodía, una luz, un movimiento de cámara, un fuera de campo... un elemento que a modo de gancho nos arrastra a la dimensión profunda de la pantalla cinematográfica. Es habitual pensar "no entré en la película hasta pasados 10 minutos". En el fondo puede entenderse como una falta de consideración por parte del cineasta a su medio y a la naturaleza primigenia de este. El poder del primer plano de una película (afinando diría el primer plano de cada secuencia) es una herramienta imprescindible tanto para el cineasta como necesaria para el espectador.

En el libro ¿Qué es el cine Moderno? de Adrian Martin argumenta la fascinación que siente por el misterio suspendido de una película, precisamente aquello que más le intriga de ver películas: no saber qué está pasando. La ilusión de andar perdido en la narración y como dicha ilusión se desvanece en el momento que uno puede atar los hilos y predecir el devenir de la película. Adrian Martin comenta el primer diálogo de Pickup on South Street de Samuel Fuller:

- ¿Qué está pasando?
- Aún no estoy seguro.

Y luego Martin dice:

Esta es una declaración maravillosa del desconcierto no únicamente de los personajes, sino que también el nuestro, porque antes de que cualquier palabra sea dicha, ya hemos sido lanzados hacia una ficción que deriva hacia tres direcciones distintas al mismo tiempo.

Este pequeño diálogo evidencia una voluntad, pero el mismo diálogo podría transformarse en un ejemplo formal: un plano. En el libro Hopper de Mark Strand hay un ejemplo que me gusta especialmente. Strand comenta cuadros de Hopper en pequeños capítulos de una síntesis atrevidamente sencilla. El ejemplo que voy a utilizar puede parecer algo contradictorio porque se hace mención a la distancia que existe entre el espectador y la historia que sucede en el cuadro, pero no hay que confundirse, no existe ninguna distancia entre el mundo real y el mundo del cuadro, esa distancia ha sido eliminada, el discurso de Strand está plenamente sumergido en la narración de dentro del cuadro, de su mundo. El cuadro es Pueblo Carbonero en Pensilvania, 1947 de Edward Hopper.

(Haced click en la imagen para ampliar)

Y a continuación copio el capítulo íntegro sobre este cuadro. Strand dice:

En Pueblo Carbonero en Pensilvania es bien entrada la tarde. Un hombre acaba de regresar a casa después del trabajo, se ha quitado la americana y se dispone a rastrillar un pequeño pedazo de terreno que presumiblemente es suyo. Pero en mitad de esa actividad alza la cara y dirige su vista al espacio entre su casa y la casa vecina, donde se forma un corredor de luz. Ese instante es mucho más que un simple momento de distracción. Tiene la textura de la trascendencia, como si una evidencia que terminará por transformarlo todo se escondiera, como una cifra, en la luz. Hay un aire de simpatía en el modo en que los límites del pasto, en el extremo del plano en el que puede verse al hombre de pie, se resaltan delicadamente, y en la manera en que la planta del macetero de terracota se transforma en un verde penacho. Algo está teniendo lugar en lo que parece ser un barrio de clase media como cualquier otro, algo que en ningún caso podría ser calificado de convencional. Algo parecido a una anunciación. El viento está plagado de pureza. Y asistimos a una visión cuyo origen está más allá de nuestro alcance, y cuyos efectos resultan difíciles de asimilar. Después de todo, observamos la escena desde las sombras. Y todo lo que podemos hacer desde el lugar donde nos encontramos es meditar acerca de las tácitas barreras que nos separan. Por un instante somos atraídos hacia el hombre de la pintura, atraídos por lo que el cuadro nunca revela sobre lo que él está mirando. Y algo nos mueve a sentir que la distancia entre nosotros es apropiada, que sea cual sea la auténtica naturaleza de aquella luz, sea cual sea su significado, está destinada a ser experimentada solo por aquel hombre. Nosotros no podemos más que observar este momento privilegiado desde una respetuosa distancia.

Un pequeño ejemplo lleno de poder, donde todos sus elementos están destinados a arrastrarte hacia el misterio de una ficción. El primer instante de un viaje inolvidable que te arranca suavemente de tu ser.

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