La primera vez que vi Lo Que El Viento Se Llevó debía tener unos siete u ocho años, quizá menos. Un doble VHS que mi padre alquiló en el videoclub. Conocía la película por mi madre que era una de sus favoritas y recuerdo escuchar el nombre mucho tiempo antes de verla, Lo que el viento se llevó. Qué nombre, me impactó. Creé toda la película en mi cabeza, y cuando vi la portada del VHS con sus tonos rojos y cálidos y el rostro de Clark Gable acabé de completar lo mitológico que iba a acontecer antes de darle play al vídeo. Era pequeño, la película muy larga, y no duré mucho en levantarme y preferir jugar con mis muñecos antes de aburrirme con ese drama lento falta de espectáculo. Antes de dejar la sala de estar dije, "me voy, me aburro, cuando el viento se lo lleve todo me avisáis", y mi padre "¿qué viento?", "el huracán o el tornado, cuando venga el viento me avisáis". Imaginad mi decepción cuando evidentemente, ningún vendaval iba a arrasar el sur de los Estados Unidos y que el título, de fuerza arrolladora, era una metáfora.
Esa fue la primera vez que Hollywood me decepcionó, cosa que haría evidentemente en muchas otras ocasiones, pero en este caso la decepción estaba muy ligada al mito y a una fascinación infantil por llenar de cierta épica audiovisual mi imaginario aún por cultivar. Y no solo sucedía con Hollywood, sino con el cine en si. La fontana di Trevi de La Dolce Vita, las masas coloridas de RAN de Kurosawa, la partida de ajedrez de El Séptimo Sello... maravillas del cine como lo pueden ser para el mundo El David de Miguel Ángel, La Gioconda, La Torre Eiffel... en ambos casos, ambos universos, tanto del cine como el de la historia del arte, han empezado a carecer de cierta mística que poseían. Antes viajar a Roma o a París era un acontecimiento, o pasear por el Louvre una vez en la vida, como visitar las ruinas clásicas griegas. Viajar cuesta menos y al acceso a estas obras tan mitificadas pierde valor en su unicidad por ganar sentido en la curiosidad. En el cine sucede exactamente lo mismo.
En Lleida, una ciudad muy diferente a Barcelona culturalmente, con pocas salas de cine y sin filmoteca, conseguir ver la película que uno quería ver era algo difícil o sino imposible. O se tenía la suerte de que una noche en la 2 de madrugada la echasen y el temporizador del vídeo funcionase bien, o había que esperar que se editara en VHS y comprarla. Cuántos años tuve que escuchar que Con Faldas y a Lo Loco era una de las mejores comedias de la historia y no tener ninguna posibilidad de verla. Y la falda volando de Marilyn Monroe, el baile bajo la lluvia de Gene Kelly, los disparos de John Wayne sacando el rifle por la ventanilla de la diligencia o el señor Kane abriendo los brazos sobre una montaña de periódicos.
Internet, el DVD, claro que lo han mejorado todo, y mucho. Pero siempre que se gana por un lado se pierde por otro. Aunque fuese canallesco tener deseos voraces de ver películas y no poder saciarlos, la espera, como al niño que le leen una parte de una novela día a día y se crea una mística del acto de escuchar, como de leer, como de ver cine, es necesaria. Es necesario el generar ese hambre, ese vacío entre el deseo y la culminación de una espera. Unas veces la espera se verá recompensada, otra veces no, pero que feliz fui imaginándome ese gran huracán llevándose al mundo de raíz y el rostro de Clark Gable inmutable, impasible, siendo el héroe de mis propios sueños.
Hasta tiempo después no me di cuenta ni del fuego
ni de Vivien Leigh. Cada uno ve lo que quiere ver.
Esa fue la primera vez que Hollywood me decepcionó, cosa que haría evidentemente en muchas otras ocasiones, pero en este caso la decepción estaba muy ligada al mito y a una fascinación infantil por llenar de cierta épica audiovisual mi imaginario aún por cultivar. Y no solo sucedía con Hollywood, sino con el cine en si. La fontana di Trevi de La Dolce Vita, las masas coloridas de RAN de Kurosawa, la partida de ajedrez de El Séptimo Sello... maravillas del cine como lo pueden ser para el mundo El David de Miguel Ángel, La Gioconda, La Torre Eiffel... en ambos casos, ambos universos, tanto del cine como el de la historia del arte, han empezado a carecer de cierta mística que poseían. Antes viajar a Roma o a París era un acontecimiento, o pasear por el Louvre una vez en la vida, como visitar las ruinas clásicas griegas. Viajar cuesta menos y al acceso a estas obras tan mitificadas pierde valor en su unicidad por ganar sentido en la curiosidad. En el cine sucede exactamente lo mismo.
En Lleida, una ciudad muy diferente a Barcelona culturalmente, con pocas salas de cine y sin filmoteca, conseguir ver la película que uno quería ver era algo difícil o sino imposible. O se tenía la suerte de que una noche en la 2 de madrugada la echasen y el temporizador del vídeo funcionase bien, o había que esperar que se editara en VHS y comprarla. Cuántos años tuve que escuchar que Con Faldas y a Lo Loco era una de las mejores comedias de la historia y no tener ninguna posibilidad de verla. Y la falda volando de Marilyn Monroe, el baile bajo la lluvia de Gene Kelly, los disparos de John Wayne sacando el rifle por la ventanilla de la diligencia o el señor Kane abriendo los brazos sobre una montaña de periódicos.
Actores de Leyenda: Marilyn Monroe.
El VHS de Con Faldas y a lo Loco.
Internet, el DVD, claro que lo han mejorado todo, y mucho. Pero siempre que se gana por un lado se pierde por otro. Aunque fuese canallesco tener deseos voraces de ver películas y no poder saciarlos, la espera, como al niño que le leen una parte de una novela día a día y se crea una mística del acto de escuchar, como de leer, como de ver cine, es necesaria. Es necesario el generar ese hambre, ese vacío entre el deseo y la culminación de una espera. Unas veces la espera se verá recompensada, otra veces no, pero que feliz fui imaginándome ese gran huracán llevándose al mundo de raíz y el rostro de Clark Gable inmutable, impasible, siendo el héroe de mis propios sueños.
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