Las fechas ya están sobre la mesa. Para antes del 2015 (2013 en EEUU) todos los países dejarán de proyectar celuloide en las salas cinematográficas. Los DCP (Digital Cinema Package) serán los nuevos soportes (digitales) sustituyendo las viejas bobinas de película, y con el tiempo estos discos duros serán a su vez sustituidos por emisiones satélite (como actualmente algunas salas utilizan para proyectar en directo macroconciertos o representaciones de ópera). Cuando se complete el cambio a la proyección por satélite serán las propias distribuidoras las que escojan los cines donde se proyecten sus películas, en qué horarios y durante cuánto tiempo. No quiero juzgar si este cambio es bueno o malo, pero sin duda alguna denotar cómo es el mundo en que hoy vivimos, y con que rapidez se ha ido aquello que me atrapó cuando descubrí el cine.
Un amigo tiene la imperante idea que, por mis artículos en este blog, tengo una tendencia religiosa (un acercamiento a lo místico) a través del cine, y por lo tanto a la hora de pensar y sentir lo humano. Dicho comentario no deja de ser chocante puesto me considero una persona alejada de toda tendencia religiosa. Pero pensando el presente de la tradición cinematográfica y lo forma en que la compartimos, en lo aséptico de sus nuevas imágenes, sus sonidos, y la ausencia de liturgia hacia donde se ha avocado el acto de ir a una sala de proyecciones cinematográfica, podría entender, y sentirme parte de ello, como un hombre religioso en el acto de ver cine.
Tuve la suerte de vivir los últimos días de los cines de los años sesenta y setenta de mi ciudad (que vivieron hasta finales de los 90). Algunas salas eran mayores, otras menores. La cabina del taquillero entre las escaleras y el hall donde se esperaba a que abriesen las puertas de la sala. Un único puesto para palomitas en un rincón con la luz amarillenta sin voluntad de atraer al cliente a excepción del fuerte olor de maíz y mantequilla. El respeto que se respiraba en la antesala, la ilusión de ver una película (la película del mes, incluso quizá del año), y no como ahora una entre cinco películas de la semana que la próxima semana serán sustituidas. Recuerdo grandes estrenos y mis nervios a flor de piel por ver el film el mismo día del estreno, en una única sala en toda la ciudad, y cómo mi padre, en contra de mi salud física y mental, me decía que la veríamos al cabo de un mes cuando menos gente asistiese a la sala (si ahora esperas más de dos semanas ya la habrán quitado de los treinta cines donde la proyectan). Me acuerdo de un personaje uniformado (sin entradas numeradas) que escogía a golpe de linterna los mejores asientos para el número de personas que éramos. Por otros tiempos el silencio, o una melodía de hilo musical, normalmente nada que ver con bandas sonoras ni con la música del momento o de la radio, una excusa para hacer el silencio algo real pero no incómodo. La oscuridad absoluta, sin pilotos automáticos de luz, quizá una sola neblina ocre bajo la pantalla, el letrero del cuarto de baño. Sin publicidad, nada de Zumosol o ING Direct antes de los trailers. Directamente el logo de la Universal o la Fox con la magia de no saber nada de lo que iba llegar en los próximos meses (ese infantilismo que nos ha robado internet).
Empieza la proyección en 35mm. Lo saltos de rollos, las rayas en la película.. muchos dirán que ahora mejor en un impoluto digital, todas las proyecciones serán idénticas, los mismos colores en cada sala en cada copia, clones audiovisuales. Imágenes perfectamente iluminadas por la perfección (aparte de un buen director de fotografía) del software de las cámaras digitales. Cada vez es más difícil hacer imágenes malas. El talento desborda la era del Vimeo y el Youtube. ¿Qué talento existe en seguir un standard visual? Qué fue del defecto, del error, de las trazas, de lo humano filtrado en el paso del tiempo sobre el motor que hace girar la moviola. Qué tristeza anuncia Holy Motors (Sagrados Motores) de Leos Carax. Quién o qué hace mover ahora las imágenes, las emociones en la pantalla. Los silenciosos motores digitales nos hacen olvidar de la fuerza mecánica del 24 fotogramas por segundo. Esa magia comprendida a través del sonido de una moviola girando sobre nuestros cogotes. Una boca sagrada que escupía la luz empolvando la distancia entre la sala del proyeccionista y la pantalla. Ese sonido que desaparece, haciendo desaparecer al proyeccionista por un software online desde Los Ángeles... no existirán más cadáveres de celuloide, las sombras concretas se convierten en abstractos e intocables unos y ceros. ¿Por qué vamos al cine? ¿Qué fue de la liturgia, de la magia de compartir en comunidad un acto inexplicable como es el escuchar (y ver) una historia? Desaparecen las razones.
No negaré que la tristeza es fruto de una realidad que no vuelve, y que dicha realidad no tiene porqué permanecer. Pero mi preocupación es hacia donde me empuja el mundo de hoy. Desaparecen las liturgias y lo humano que implicaban. Obligan al individuo a focalizarse en su pantalla unipersonal, su canal de vídeo personalizado, su teléfono ("inteligentísimo") a ser el fruto de la esencia audiovisual de cada uno. Ya no hay el otro, y si lo hay es invisible, abstracto, imaginado. Somos ascetas en el mejor de los casos, consumimos cultura en el peor, pero en cualquiera de las dos opciones seremos y lo haremos en soledad.
Objeto de museo.
Un amigo tiene la imperante idea que, por mis artículos en este blog, tengo una tendencia religiosa (un acercamiento a lo místico) a través del cine, y por lo tanto a la hora de pensar y sentir lo humano. Dicho comentario no deja de ser chocante puesto me considero una persona alejada de toda tendencia religiosa. Pero pensando el presente de la tradición cinematográfica y lo forma en que la compartimos, en lo aséptico de sus nuevas imágenes, sus sonidos, y la ausencia de liturgia hacia donde se ha avocado el acto de ir a una sala de proyecciones cinematográfica, podría entender, y sentirme parte de ello, como un hombre religioso en el acto de ver cine.
Tuve la suerte de vivir los últimos días de los cines de los años sesenta y setenta de mi ciudad (que vivieron hasta finales de los 90). Algunas salas eran mayores, otras menores. La cabina del taquillero entre las escaleras y el hall donde se esperaba a que abriesen las puertas de la sala. Un único puesto para palomitas en un rincón con la luz amarillenta sin voluntad de atraer al cliente a excepción del fuerte olor de maíz y mantequilla. El respeto que se respiraba en la antesala, la ilusión de ver una película (la película del mes, incluso quizá del año), y no como ahora una entre cinco películas de la semana que la próxima semana serán sustituidas. Recuerdo grandes estrenos y mis nervios a flor de piel por ver el film el mismo día del estreno, en una única sala en toda la ciudad, y cómo mi padre, en contra de mi salud física y mental, me decía que la veríamos al cabo de un mes cuando menos gente asistiese a la sala (si ahora esperas más de dos semanas ya la habrán quitado de los treinta cines donde la proyectan). Me acuerdo de un personaje uniformado (sin entradas numeradas) que escogía a golpe de linterna los mejores asientos para el número de personas que éramos. Por otros tiempos el silencio, o una melodía de hilo musical, normalmente nada que ver con bandas sonoras ni con la música del momento o de la radio, una excusa para hacer el silencio algo real pero no incómodo. La oscuridad absoluta, sin pilotos automáticos de luz, quizá una sola neblina ocre bajo la pantalla, el letrero del cuarto de baño. Sin publicidad, nada de Zumosol o ING Direct antes de los trailers. Directamente el logo de la Universal o la Fox con la magia de no saber nada de lo que iba llegar en los próximos meses (ese infantilismo que nos ha robado internet).
La decadencia de las taquillas. Otro
factor humano que desaparece.
Empieza la proyección en 35mm. Lo saltos de rollos, las rayas en la película.. muchos dirán que ahora mejor en un impoluto digital, todas las proyecciones serán idénticas, los mismos colores en cada sala en cada copia, clones audiovisuales. Imágenes perfectamente iluminadas por la perfección (aparte de un buen director de fotografía) del software de las cámaras digitales. Cada vez es más difícil hacer imágenes malas. El talento desborda la era del Vimeo y el Youtube. ¿Qué talento existe en seguir un standard visual? Qué fue del defecto, del error, de las trazas, de lo humano filtrado en el paso del tiempo sobre el motor que hace girar la moviola. Qué tristeza anuncia Holy Motors (Sagrados Motores) de Leos Carax. Quién o qué hace mover ahora las imágenes, las emociones en la pantalla. Los silenciosos motores digitales nos hacen olvidar de la fuerza mecánica del 24 fotogramas por segundo. Esa magia comprendida a través del sonido de una moviola girando sobre nuestros cogotes. Una boca sagrada que escupía la luz empolvando la distancia entre la sala del proyeccionista y la pantalla. Ese sonido que desaparece, haciendo desaparecer al proyeccionista por un software online desde Los Ángeles... no existirán más cadáveres de celuloide, las sombras concretas se convierten en abstractos e intocables unos y ceros. ¿Por qué vamos al cine? ¿Qué fue de la liturgia, de la magia de compartir en comunidad un acto inexplicable como es el escuchar (y ver) una historia? Desaparecen las razones.
Vamos perdiendo vínculos.
No negaré que la tristeza es fruto de una realidad que no vuelve, y que dicha realidad no tiene porqué permanecer. Pero mi preocupación es hacia donde me empuja el mundo de hoy. Desaparecen las liturgias y lo humano que implicaban. Obligan al individuo a focalizarse en su pantalla unipersonal, su canal de vídeo personalizado, su teléfono ("inteligentísimo") a ser el fruto de la esencia audiovisual de cada uno. Ya no hay el otro, y si lo hay es invisible, abstracto, imaginado. Somos ascetas en el mejor de los casos, consumimos cultura en el peor, pero en cualquiera de las dos opciones seremos y lo haremos en soledad.
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