A raíz de la nueva serie creada por Aaron Sorkin, The Newsroom, han surgido una serie de opiniones en torno al tono y contenido que desprenden los episodios de dicha obra. La norma, como es de esperar cuando algo no gusta en la crítica nacional, es utilizar el desprecio y la falta de respeto, poco se debate de las causas de la crítica y mucho menos se plantean argumentaciones. La cuestión es que The Newsroom es idealista -peyorativamente-, naïf, sus personajes son unos listillos, la verborrea sorkiniana cansa y es vacua, Sorkin es un engreído y el cometido de la serie es fallido. Y por encima de toda la adjetivación utilizada una idea: el mundo que crea Sorkin no es real.
Las discusiones de Aaron Sorkin, recurso
rescatado del cine de Howard Hawks
No voy a ponerme a defender si el patrón de vida norteamericano es bueno o malo, si estoy de acuerdo o no con él, lo que es evidente que una gran parte de las cinematografías hollywoodienses han patrocinado, elevado y construído un ideal del modelo soñado de cierta Norteamérica. Frank Capra, John Ford y una estela de cineastas rooseveltianos enmarcados por el New Deal crearon sus películas acordes con una visión para fortalecer el "espíritu" de las personas y familias estadounidenses. En sus películas, creadas para una sociedad débil y pobre, planteaban colectivos donde un sentimiento de comunidad y protección arropaba al individuo y se veía necesitado de él para alcanzar el sosiego y la felicidad; resumiendo, una idea muy cercana al socialismo, por no decir que dicha idea cruza holgadamente la frontera.
Es sabido y motivo de burla la ñoñería del cine de Capra o la emotividad extrema de la familia cuando Ford la retrata. Las comedias de Howard Hawks, referente poderoso del estilo de Sorkin, tienen una marca indiscutible donde se combina la inteligencia avispada de sus protagonistas y la máxima que el mundo dentro de la narrativa cinematográfica es un lugar donde soñar. Una evasión, alquimias dentro de las posibilidades del marco norteamericano que confrontan lo real con el ideal a aspirar. Lugares cercanos/lejanos donde quisiéramos vivir y mejorar como personas. En definitiva, un medio que quiere expresar lo mejor de nosotros.
Su juego favorito, de Howard Hawks. Pocas películas te atrapan en la
ilusión del género como lo hace ésta. Un cine que ya no existe.
Las series televisivas de Sorkin, en mayor o menor medida, son en si mismas un doble sueño. El primer sueño es el de dibujar un colectivo perfecto, con fuertes principios éticos y morales, que discuten y pelean por hacer de su mundo un lugar mejor. Pero hemos de ser conscientes que dentro de su realidad, la norteamericana, y de la propia historia del cine que arrastra Sorkin al crearlos, tienen un gran número de condicionantes conceptuales que nos distancien sistemáticamente, desde nuestra Europa del siglo XXI, de ciertos infantilismos y planteamientos simples. El segundo sueño que encierra la obra de Sorkin es la de recuperar un cine enterrado por el paso de la modernidad, el postclasicismo y la postmodernidad. Un cine de los años 30 y 40 completamente extinto. Una narrativa destinada a la ilusión, tanto de la imagen como del diálogo, del mensaje como del propio proceso creativo.
Es por eso, y por la calidad de las creaciones de Sorkin, que abro el filtro de la credulidad cuando me acerco a su obra, sé de antemano qué voy a encontrarme cuando empieza cada episodio. Sorkin nos regala un imposible, una pedazo de arqueología reconstruído, historias nuevas con conceptos y sentimientos de antaño. La posibilidad de seguir creyendo en un tipo de arte cinematográfico que el propio cine, por unos motivos en una sociedad, y por otros en otras, ha acabado sucumbiendo a los poderes de la estupidización consumista o la seriedad que se le otorga al hablar de lo real. Por escapar de un principio o del otro yo me doy este capricho y dejo al lado el enjuiciamiento de los defectos, matices que no me agradan y que existen, pero que a la vez permito entrar en mí, de este mundo -creado por Sorkin- soñado y hecho para soñar.
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